jueves, 20 de mayo de 2010

El siglo XXI y el individuo aislado…equivocadamente



En su libro La Feria, Juan José Arreola, describe personajes que se angustian por la tierra y les preocupa no tener la razón, en un espacio donde aparentemente la fiesta se contrapone a la razón. Sin embargo Juan José Arreola fue para mí el primer ejemplo de la importancia de saber vivir el espacio público. En mis tiempos de estudiante, en una noche de fiesta donde invitamos a unas bailarinas del Ballet de la Universidad Guadalajara a cenar, nos encontramos con el maestro Arreola disfrutando la noche, también de fiesta, se sienta en nuestra mesa y nos da una lección de cómo saber disfrutar la ciudad, escribe unos poemas a nuestras amigas, nos cuenta anécdotas de la vida nocturna y al preguntarle por su ciudad, Ciudad Guzmán, Jalisco, se levanta de súbito, exaltado, y con voz alta nos corrige: muchachos, no vuelvan a mencionar ese nombre… jamás, el correcto es Zapotlán el Grande, el nombre con el que nació y vive. Comienza entonces a describir sus calles y sus rincones, sus fiestas y sus mujeres y terminamos brindando por la ciudad, por Zapotlán el Grande, por la vida. Con respecto a esta anécdota resulta una paradoja la coexistencia de una marcada fragmentación y heterogeneidad espacial en la organización metropolitana, con una extrema homogeneidad de las partes individuales que nos va volviendo de alguna manera insensibles a la ciudad, vamos perdiendo esta pasión por vivirla. La llamada maldición del espacio contemporáneo es la extrema fragmentación. Los centros comerciales se vuelven interesantes por sus fachadas y espacios exteriores y no por sus espacios interiores y por otro lado encontramos grandes paradojas como en la era de la información, donde la información es el comienzo y el final de todo. Aunque este mundo inmaterial e incorpóreo siga dependiendo de la electricidad generada por grandes estaciones generadoras de la misma, las transacciones e-commerce por internet dependen de los camiones para transportar las mercancías y el plano arquitectónico dibujado en la computadora termine construido con ladrillos. Las fuerzas culturales de los años ’60 terminaron con la era pequeñoburguesa de las normas colectivas y los rituales forzados. Las nuevas tecnologías de consumo masivo confirman nuestro sentido de ser únicos. En cualquier espacio público, el iPod crea nuestro propio paisaje sonoro personal. Caminamos sin observar, sin escuchar más allá de nuestro propio mundo auditivo, ajenos al ritmo de la ciudad, aislados de los otros. En Internet, nos presentan un paisaje de información ajustado a nuestras necesidades y gustos personales, nos sentamos en un café, en otros tiempos el lugar perfecto para el intercambio de ideas, la discusión, el debate y la convivencia, solos, aislados, de hecho nos molesta estar con el otro, distrae nuestro mundo. Al mismo tiempo observamos el crecimiento de grupos de identidad con su propia narrativa colectiva, grupos ligados por estilos de vida, medios económicos, grupo étnico o causa común que se agrupan en sus propios barrios o sitios. Aunque no es esto una tendencia negativa en sí lleva el riesgo de crear islas incomunicadas y en un extremo la división entre “ganadores” o “perdedores”. La tecnología nos permite unas relaciones más informales donde decidimos qué ver o escuchar o crear nuestra propia información a través de You Tube, Facebook, Myspace y Blogger sin ningún control en el intercambio cultural. Sin embargo otras relaciones sociales se van haciendo hiper-formalizadas, ya no utilizamos los fondos de uniones de crédito o la solidaridad del vecino que nos presta sino de grandes corporaciones bancarias que nos dictan las reglas a seguir, se vive en conjuntos de viviendas que nos dictan de qué color debe ser nuestra casa, dónde podemos y dónde no estacionar nuestro auto, nos limitan el tipo de plantas en el jardín, hasta el color de las cortinas. Diseñamos proyectos de arte público en espacios comerciales de publicidad que mimetizan el esfuerzo debilitando su poder de generar un cambio verdadero. Las ciudades pretenden ser cosmopolitas si tienen el mismo restaurante de lujo que el resto de las ciudades que se jactan de ser cosmopolitas, o las mismas tiendas de lujo, o los rascacielos más altos, o la arquitectura del mismo arquitecto estrella y nos encontramos un mundo globalizado que pretende la diversidad generando la estandarización de la vida. El diseño de ciudades que parecen ciudades pero, miradas con atención, adolecen de una parte importante de la cultura urbana. A menudo, estos diseños se centran en una o dos funciones específicas de la ciudad y se ocupan de uno o dos grupos específicos de usuarios y habitantes en la ciudad, pero deliberadamente dejan de lado los espacios públicos para la interacción o el conflicto entre los grupos. Sus fronteras son con frecuencia bordes duros, que tienden a aislar el diseño de la ciudad en general. Su identidad no es un proceso histórico continuo de negociación entre grupos, sino un proceso de arriba hacia abajo manejado por los diseñadores, a menudo a través de la tematización. Los espacios públicos suelen ser de imitación, como la plaza en los centros comerciales, pero no son verdaderos espacios públicos. Su uso está con frecuencia altamente formalizado y regulado. Se desarrollan grandes proyectos de urbanización basados en montos de inversión y no en impacto social. Los centros históricos se mueren, no hay un urbanismo visionario. Como en el arte se pretende limitar a lo nuevo y se niegan las bases y los procesos. Estamos ante un siglo XXI donde el aislamiento es una tendencia así que habrá que abrir la puerta y como el maestro Arreola brindar por la ciudad, por la noche.

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